Apenas se abría la luz en su ventana. Venía acompañada por el frío y ella sintió que despertarse, otra vez, traería confusión. Se negaba a abrir los ojos, sentada al borde de la cama.
Era feroz el arañazo en su espalda. Una garra latía en la herida de ese abrazo conservado donde está el vacío.
– La muerte no se lleva todo de una vez. Va entrando despacio, con sigilo, y arrasa donde menos importa, al principio. Comienza por llevarse el cuerpo. Pero el alma, la voz, el tacto los va quitando poco a poco, los arranca de los seres amantes, muy a pesar de ellos, lentamente.
Y el vivo se queda como un lobo aullante sin luna plena, como un desorientado pájaro sin luz.
Se sentó trabajosamente al borde de la cama, con el abrazo aún palpitando en su espalda.
Él había mentido otra vez: no se había ido.
¿Qué manos, sino, caminaban la escalera de sus vértebras?
Había estado allí toda la noche, consolándola en la soledad. Si todavía sus palabras sonaban como suaves cantos pulidos por los años y la calmaban al rozar su piel. No había dudas.
La despertó la vida. Ya estaba a pie de mundo, con los ojos abiertos y, en el lejano sur de su cintura, aquel brazo, el que tanto había amado, permanecía vivo y rodaba sosteniendo los versos.
Ella decía:
Pon a mi nombre tus ojos,
tu mirada enamorada
y tu risa de mar
en las márgenes
de un verano cualquiera.
Y él, ya lejos, gritaba:
Fue un tiempo intenso.
Yo iba al norte,
vos, al sur.
Cuando nos encontramos
estallaron los relojes.
NORMA CIRULLI
3 de setiembre de 2012